Mis comienzos en la profesión (I)
Recuerdo cómo en la antigua prisión de Carabanchel, hoy reconvertida en un vergonzoso y cruel centro de internamiento de extranjeros –nuevos presos por el hecho de no tener una invitación en regla al festín de occidente, a nuestro mundo de opulencia y lujo–más de una vez me crucé con una familia a la que acababan de llamar porque el interno había fallecido de SIDA.
La administración, tan inhumana, no les dejaba salir y morían solos como perros, sin la presencia de esa madre, a la que se encomendaban, llamándola a voces, en el último suspiro de su vida.
Qué decir, qué contar de esos primeros años de ejercicio – año 1991 y desde dos años antes con un sacerdote de un barrio marginal de Madrid- en los que en las guardias de detenidos siempre teníamos que asistir drogodependientes terminales, velando por sus casi inexistentes derechos –qué paradoja que los únicos derechos que tenían entonces en sus vidas eran los que la Constitución cuando estaban detenidos, les asignaba, como la asistencia de un abogado– y procurarles que los policías, si un alma entrañable encontrábamos, les aliviara el mono con algún tranquilizante propio sacado de un cajón.
Lo habitual era que los gritos se escucharan desde fuera.
Aullidos de abstinencia y ayuno que pasaban a pelo en el sucio calabozo, con mantas raídas y manchadas de orines y vómitos, que nunca eran lavadas y que esperaban día tras día al siguiente ocupante de ese sórdido lugar.
Los jueces, no todos, es de justicia decirlo, entonces no se quedaban atrás en el asco y el mal trato.
Recuerdo aquella juez, de colmillo retorcido, que tenía ese cartel tan ilustrativo en su mesa –“ruego no le den la mano a la juez si ella no se la da a usted”–.
Una advertencia hecha desde el miedo y la falta de compasión.
Sillas propias, desvencijadas y con manchones imposibles de quitar para los detenidos y hasta bolígrafos en exclusiva para ellos.
Lo más sangrante era cuando esos jueces, pluriempleados en universidades privadas de lujo, llevaban a sus alumnos de la carrera de Derecho o master de campanillas, a las guardias de detenidos.
Estudiantes de polo de marca y familia bien, que habían crecido entre oro, incienso y mirra, bajaban al infierno, sentados detrás de la juez, como protección simbólica, y observaban a esos tipos cadavéricos con un olor nauseabundo.
Entonces habían pasado muchas horas desde su detención y muchos se hacían las necesidades encima, declaraban que ellos no habían hecho nada y que sólo pasaban en ese momento por allí –aunque hubieran sido sorprendidos dentro del coche haciendo el puente para ponerlo en marcha y llevárselo–.
La falta de compostura era tal que la juez se permitía el lujo, para regocijo de los mequetrefes –a los que yo hubiera metido en los calabozos con ellos– que le acompañaban, de hacer chanza (como cuando fue sorprendido aquél otro que asistí en la estación de Chamartín con varios kilos de hachís y la juez le preguntó, cuando el detenido dijo que era para su consumo, “si se hacía canutos de medio kilo”).
O el antillano, negro como el carbón y con siete hijos de otras tantas mujeres -a las que al final desde el despacho mandábamos dinero para que pudieran subvenir a la alimentación de esas criaturas-.